Latorre-Moro

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Los Talentos

Capitulo I

Vuelvo la vista atrás, e intento recordar cuándo fue la primera vez que tuve la certeza de saber cómo terminaría una situación concreta.

Tengo vagos recuerdos...

Yo misma tumbada en la cama, muy pequeña, con fiebre debido a un fuerte resfriado, viendo la mosca golpeándose una y otra vez contra el cristal de la ventana; era una mosca especialmente grande, casi un moscardón, con el cuerpo negro muy brillante y una irisación azul; las alas transparentes, de tan finas, me recordaban las de las hadas de los cuentos. Una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez... y de repente... saber que caería en el alféizar y que no volvería a levantarse.

Mirar la calle, cómo se cruzaban los coches en aquella intersección, igual que tantas veces me había quedado observando el exterior con los codos apoyados en el alféizar de la ventana; coches blancos, negros, verdes, grises... y pasar un coche rojo que debía frenar, y saber que chocaría contra aquél color plata: que ninguno de los dos frenaría.

O jugando al baloncesto en el recreo, deporte que no sólo me gustaba mucho, sino en el que destacaba. Ir corriendo a la par que otra jugadora. Y correr más deprisa, y más. Y, de repente, sin venir a cuento, abandonar la carrera, para desesperación de la entrenadora, porque sabía que Pilar, la chica alta y desgarbada que se había adelantado, a quien iba a pasar la pelota, tropezaría y caería con el tobillo fracturado.

O la historia de Carlos: un golfillo que jugaba al balón todos los días en la calle, intentando que la pelota cruzara por delante de los coches sin llegar a tocarla. Hasta que un día fue él quien cruzó por delante de un vehículo que iba demasiado deprisa. Se escuchó un frenazo, muchos gritos, llantos. Después... la certeza de que no volvería con su pelota atravesó mi infantil mente.

O el día que descubrí encima del pupitre de una compañera de clase un cubo de Rubik. Instintivamente lo cogí en las manos y comencé a girar los anillos a toda velocidad, consiguiendo en breves minutos lo que mi compañera no había obtenido: colocar las caras uniformemente por colores. No lo tuve que pensar: me salió espontáneamente. Todas las niñas a mi alrededor comentaron mi increíble habilidad, aún cuando yo sabía que mi mente y mis manos habían actuado por su cuenta, sin que mi yo consciente interviniera.

Y muchas más que fueron sucediendo, algunas más importantes y otras que no tuvieron mayor repercusión.

Durante años pensé que eran todo coincidencias. Consecuencias lógicas de una serie de circunstancias que sólo podían terminar en la forma en que lo hacían, y que no resultaba extraño predecir. Las moscas, a fin de cuentas, mueren, y más cuando pasa el tiempo aferrándose a los intentos desesperados de salir, sin conseguirlo. Dos coches chocarán en una intersección si ninguno de los dos frena, un accidente deportivo. Y qué decir del niño que, desafiando a la suerte, pasa el rato tirando la pelota al paso de los coches; es lógico pensar que, llegado un momento, pierda la conciencia del peligro inherente a lo que hace, y termine bajo las ruedas de un coche, lo que puede convertirse en una tragedia. Pero el día en que, con 10 años, miré a mi amiga Carmen a los ojos antes de despedirme de ella después de jugar en el recreo, y leí en su mirada que nunca más volvería a verla... supe que yo era distinta.

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