Latorre-Moro

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Cuatro historias

Historia de Olga

Olga entró en la Catedral camuflada entre un grupo de niños que reían alborozados, empujándose unos a otros. Tres profesores intentaban, en vano, controlar aquella algarabía procurando que ninguno quedara demasiado rezagado o que las bromas gastadas no fueran excesivamente crueles, ni los empujones demasiado violentos.

Tras el sol abrasador, mediado el verano que iluminaba la plaza y el agobiante calor seco que se desprendía de las piedras, añadido a los diversos ruidos producidos por las lejanas bocinas de los coches, los gritos de los turistas llamándose de un lado a otro; el contraste de oscuridad, paz, silencio y frescura que se desprendía de aquellas paredes sobrecogió incluso a los nerviosos críos, y consiguió que se calmaran un poco.

Las blancas paredes, altas, estilizadas y majestuosas parecían querer llegar hasta un cielo que se veía muy lejano. Se respiraba en el ambiente un tenue aroma a incienso de alguna reciente celebración, que se mezclaba con el olor a cirios, humedad, vejez, antigüedad, madera añosa y polvo.

Las velas de las capillas habían sido sustituidas recientemente por una extraña caja eléctrica, que encendía una pequeña bombilla blanca o amarilla al introducir un óbolo en la ranura del impersonal cajetín. Se había perdido la emoción de comprar aquellas pequeñas velas que antaño se prendían con otra ya encendida.

Olga se quedó alelada mirando un rayo de luz que provenía de lo alto de una cristalera, descomponiéndose en multitud de colores brillantes al atravesar el vidrio.

Una nube finísima de polvo, compuesta por miles de partículas, danzaba en el rayo de luz: hacia arriba, hacia abajo; pasando por los distintos colores en aquel baile sin música.